Wednesday, March 05, 2008

Cuando me salí del mapa (8). Mariano... nos han quitado el hueco!


Mariano... nos han quitado el hueco!


Esta es la misma historia que cuentan Leona y Federico, pero desde la mirada del dominguero feliz. Es claro que este relato fue el preferido del Señor de los Planos... porque son los sencillos, los que nadie considera, los que sobreviven a la vida... los que más sonrisas le hacen soltar... y con sus sonrisas reparte los dones de la alegría al atareado mundo de los humanos.

Íbamos como todos los sábados en nuestro viejo seiscientos... casi diría que entrábamos de puro milagro. Había costado trabajo de encaje meter en el coche mujer, suegra, hijos y trastos. Se hacía algo tarde pero a comer a Las Dehesas... pero llegamos.

De pronto, Matilde exclama: ¡Mariano, nos han quitado el hueco! Mira esa tienda amarilla en medio del prado.

¿Que mire? pregunto... si con tanta gente apenas distingo. ¡Es que te entretienes tanto arreglando ese último rizo!

No, Mariano... es que te olvidas que no eres un niño y estuviste con Javi jugando a los trenes mientras yo preparaba todo lo que ahora llevamos. Pero no sigas que si discutes provocas el llanto de nuestra niña.

Así que se bajan Mariano, Matilde, Javi, Pilar, Amalia, el perro faldero, la suegra Fabiola... Y ahí le vemos al bueno del padre algo cargado.

No te olvides, le dice Matilde, la mesa, las sillas, la cesta, y la sombrilla... también te recuerdo la bota de vino para regalo de los vecinos, la morcilla, el hornillo, la revista de moda, la crema solar, la estera, los platos, la garrafa de agua... y "si tú quieres" también trae el Marca, tu pipa y la otra sombrilla.

Admirados se quedan los de los corros vecinos. Matilde, le dicen, ¡qué tesoro tu fuerte marido!

Pero en una de esas el pié de mariano se engancha a los vientos de la tienda amarilla. Y ahí vuelan al cielo la mesa, la silla, la cesta... y la sombrilla.

Que no cunda el pánico... y todos se largan... dejando en el césped a Mariano, mujer, hijos, suegra y la tienda amarilla.

Ya bajan del cielo la mesa, la silla, la cesta y la sombrilla y quedan clavados en el único hueco que quedaba en la dehesa ocupada por tanta familia. Y un guiño del cielo hace que la cesta caiga boca arriba sin daño en la bota de vino, en la tortilla y la longaniza.

Ya se asoman miles de ojos detrás de los brezos.. con mirada de asombro. Y todos se vuelven a sus mesas o esteras para compartir la comida.

Y ahora sale de la tienda amarilla una linda moceta que de excursión pasó todo el día de ayer y hoy plácidamente dormía.

Ve con asombro tanta familia, las mesas, las sillas, las cestas y las sombrillas.

Le ofrecen caldo de un termo que alguien traía, otros le hacen probar su tortilla, los valencianos le dicen que no puede irse sin catar la paella que acaban de hacerla... el café se lo ofrece Mariano que sueña que de hoy no pase que se le pierdan la suegra y el perro faldero, que él apetece quedarse a solas con su Matilde alelado viendo cómo retoca su último rizo.

frid

1 comment:

Anonymous said...

Esta es la versión de Leona: Es la mejor. Lo que vió el sol ese día de campo:


El astro rey apareció poco a poco, allá abajo, en el valle. La luz fue cambiando despacio, imperceptiblemente. Las sombras que siempre acompañan a la Noche se fueron retirando sin decir palabra, sin prisas, pero sin remolonear.
El Sol se desperezó lentamente. Fue extendiendo sus rayos con fruición, uno a uno, con calma y deleite.

- Una jornada más. Veremos qué hacen hoy los humanos. ¡Ah!, veo que sigue aquí esa casita de lona que usa la gente cuando va a unirse a la Naturaleza, lejos de su casa.
- Sí, lleva varios días aquí -le contestó la Luna desde el otro lado, ya casi transparente, preparada para irse- ¿Crees que se quedará para siempre?
- No, claro que no, Luna. Ya sabes que esas moradas se usan de manera temporal. Tal vez cuando vuelvas ya no esté.
- Tienes razón, Sol. Pero nunca les veo marchar, ni tampoco llegar, siempre eres tú el testigo de como las hacen y deshacen.
Y la Luna dejó escapar un suspiro, como pensando que siempre se perdía algo interesante. El Sol no le contestó, se limitó a sonreír, viendo a su amiga desaparecer.

Estaba el astro escudriñando todo al alcance de su vista, como de costumbre, comprobando que el Rocío estuviese en su puesto, dando de beber a las plantas, viendo como los pájaros levantaban el vuelo piando alegres, en busca de sustento. Se fijó contento en el agua del riachuelo que centelleaba de plata bajo su mirada y fue a atender otras tareas más allá del prado donde la casita de lona seguía cerrada.

Ya casi estaba en lo más alto cuando advirtió mucho movimiento en ese lugar. Habían llegado esas cosas que se movian avanzando y a veces retrocediendo, cuya superficie brillaba cuando posaba su vista en ellas. Y seguían llegando más. El Sol reconocía en ellas algunos de los colores de su amigo, el Arcoiris, pero muchos tenían colores feos que su amigo no usaba, pues le gustaba mucho la alegría y esos colores oscuros la empañaban.
De su interior salian humanos de todos los tamaños y aspectos. Los más pequeños lo hacían gritando y corriendo, como si hubiesen estado mucho tiempo prisioneros. Los humanos cuya cabeza cubria un pelo más largo que otros, eran los que mandaban. No dejaban de parlotear, gritaban a los pequeños, haciendo muchos aspavientos que el Sol interpretó como que volviesen inmediatamente. A los mayores que no tenían rizos largos ni ningún adorno en el pelo -es más, algunos ni tenían pelo-, les daban órdenes perentorias.
- Estos deben ser los esclavos- pensó el Sol, viendo como cargaban grandes y pesados objetos que sacaban de las cosas metálicas que los habian llevado hasta allí.
¡Y cuántas cosas cabían en ellas! El Sol estaba admirado de la cantidad de cosas que sacaban de un sitio que parecía tan pequeño.
También venían animales con ellos. Y se comportaban como los humanos de pequeño tamaño, venga correr por todas partes, sin callar un momento.

El Sol estaba divertido. Tenía pensado irse un rato a jugar con el Arcoiris, tres montañas más lejos, porque la Lluvia estaba allí, pero decidió quedarse a mirar, que algo así no pasaba todos los días.
Vió como los "esclavos" recogían leña mientras los que mandaban se sentaban con unos papeles de colorines en sus manos, aún así, no eran capaces de callar, venga dar gritos a los de menor tamaño y a su esclavo.
Algunos de los de menor tamaño -pero no los más pequeños-, buscaron una extensión de terreno y en él se tiraban un objeto esférico, dándole golpes con sus extremidades inferiores. También gritaban. Todos los humanos gritaban y el Sol dedujo que eso era signo de alegría.

Unas horas después, todos estaban sentados en circulo, llevándose a la boca lo que habían tenido entre las llamas. Y el Sol pensó que se estaban alimentando. Como se alimenta el riachuelo del agua que brota arriba, lejos, lejos, en la roca. Como la hierba del Rocío. Como la trucha de la mosca. Como el pájaro del gusano.

Y el Sol se sintió feliz de haberse quedado, pues si se hubiese ido tres montañas más allá, a jugar con el Arcoiris, las Nubes habrían ocupado su lugar, señalando a la Lluvia un sitio donde descargar y todos los humanos se habrían metido en sus cosas metálicas para marchar sin comer y sin divertirse, a excepción de los moradores de la casita de lona, que tanto les daba lo que ocurriese a su alrededor.

- ¿Serán humanos?- pensó el Sol.