
Tienen fuerza los profetas como Jeremías al ofrecer imágenes sobre el pueblo judío y su empeño de construir un mundo sin contar con Dios, aliándose con los pueblos vecinos ante reyes más poderosos. La solución que daban era confiar en Dios y Él, fiel a su alianza, les salvaría. Pero eran como aljibes agrietados, incapaces de retener el agua.
Los hombres grises se empeñaron en fabricar un mundo sólo con sus manos... y rechazaron lo que los ojos les comunicaban de la armonía del Universo, de la belleza de lo creado. Y se refugiaron en los "engaños visuales", afirmando que la vista engaña... que la naturaleza, ¡que es tan hermosa! es una mentirosa. Y se arrancaron los ojos. Y ya no vieron más.
Pero comprendieron que había algo en su interior, otra luz que les guiaba aún ciegos, era la luz de la inteligencia, chispa del saber divino, ¡maravilla del poder humano! y vieron que a veces erraban en sus cálculos y dijeron que la razón era una mentirosa. Y se arrancaron ese olfato por el que discernían el bien y el mal. Y ya no olieron ni sintieron nada. Quedaron a oscuras.
Pero aún así tenían una voluntad que dictaba apetencias y quereres, eran ¡sus manos! pero vieron que chocaban con otros seres. Las manos iban todas al mismo pan... y decidieron cortarse las manos. Perdieron el tacto.
Y decidieron que una mayoría les marcase donde ir, qué pensar, qué decir, qué tocar... y se hicieron esclavos... ellos que habían elegido ser ellos mismos, acabaron sin ser nada... aljibes agrietados.
Con el tiempo... mucho tiempo, y vino un niño al poblado; manejaba el barro... hacía figuras maravillosas de ovejas, de carneros, de árboles... y después de cocerlas las dejaba en el suelo... ¡y cobraban vida! brillaban al sol, lloraban con la lluvia, se estremecían con el viento... tenían ojos, vista y tacto.

Los hombres grises quisieron ser modelados por el niño. Él les miró e hizo un botijo, un botijo agujereado. Lo dejó en el suelo y ahí se quedó plantado.
Secos se vieron y lloraron... de los ojos se les cayeron las escamas. Asombrados vieron que el llorar les salía de dentro... despertó la conciencia, se dieron cuenta que eso era bueno, que necesitaban de otros, se tendieron las manos, recuperaron el tacto... se hicieron libres y adquirieron el color de carne, y con el color la vida y se fueron bailando.
El niño miró a lo lejos... su mirar era de estrellas, eterno. ¡Qué necesitados son los hombres que teniéndolo todo andan siempre mutilándose, haciéndose daño!
frid